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ANEI, cuando la tradición redefine el trabajo

Texto: Nicolás Rocha Cortés.

Fotografías: Carlos Torres.

Producción: Dirty y Focograma.

ANEI, cuando la tradición redefine el trabajo

Texto: Nicolás Rocha Cortés.

Fotografías: Carlos Torres.

Producción: Dirty y Focograma.

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En la Sierra Nevada de Santa Marta se esconden, a plena vista, cientos de
años de historia. Entre los surcos de una topografía que no permite afanes,
las comunidades indígenas han erigido proyectos como Anei; una manera
diferente de cultivar café, fortalecer a las comunidades y crear un negocio
en el que las tradiciones arhuacas son la columna vertebral de prácticas
laborales y empresariales exitosas. Bancolombia apoyó este origen.

En la Sierra no se corre. No porque los terrenos escarpados, que se extienden por kilómetros de montaña, no lo permitan. Aunque las ondulaciones de la tierra marcan un ritmo lento; el compás de guijarros sobre helechos y helechos sobre morros que acompaña el andar de los Indígenas Arhuacos, lo cierto es que en esta tierra no se corre porque cada paso cumple un propósito. Uno. Dos. Se avanza con intención, con paciencia, pensando detenidamente cada decisión. Derecha. Izquierda.​

En la Sierra nació Aurora. Lo hizo a las cinco de la mañana a final de los sesenta en Yewrwa. Creció haciendo pelotas con retazos de trapos y bejucos; lanzando contra la piedra, contra el árbol, contra la piedra. Siempre con los pies descalzos, sintiendo el roce de las plantas contra la piel, conectando con el espacio que habitaba. Las esferas imperfectas terminaban en el río. Flotaban mientras una niña alegre las perseguía compitiendo contra el cauce y la corriente. Era una carrera entre hermanos conectados por la tierra, el agua y la vegetación.​

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Mujeres Arhuacas, junto a Aurora (centro).​

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Aurora salió de su comunidad en 1972. Lo hizo producto de la iniciativa de un sacerdote de llevar a cinco niñas de cada una de las tres parcialidades indígenas más representativas y con mayor población de resguardo Arhuaco –Nabusímake (tierra donde nace el sol), Simonorwa (tierra de leones) y Yewrwa (tierra donde nace la lluvia)– a un internado en Manaure, municipio del César, para que se educaran. No la acompañó su padre, el mamo del pueblo. Tampoco su madre. Sin embargo, el propósito de mejorar la calidad de​

vida de su comunidad la sostuvo cuando la soledad se hizo presente.​

​La salida de Aurora de la Sierra no fue un hecho forzado. Por el contrario, lo hizo segura y a conciencia. Sabía que de aquella experiencia podría traer progreso y recompensa para su gente, que, para entonces, se encontraba en el proceso de recuperación, tras la salida de la misión capuchina que llegó en 1917 a la comunidad y cuyo objetivo fue imponer a fuerza el catolicismo.

Presentaba sus trabajos, cumplía con las obligaciones,
tareas y exámenes, pero no participaba mucho. Seguía
pensando que estaba en desventaja.

Aurora conoció el mundo por segunda vez en la Cuenca del Caribe, en una tierra plana, con ondulaciones suaves y alargadas, en el departamento del Cesar. Nunca había visto un carro, un edificio o a tanta gente yendo y viniendo sin parar. Tampoco estaba acostumbrada al calor. Sintió miedo. Recuerda esconderse de las personas. Ser indígena significaba saberse objeto de miradas, murmullos y calificativos negativos. Se sentía en desventaja, creía que las demás niñas del internado sabían más que ella y, movida por su gusto por el estudio, se concentró en mejorar. ​

Repasaba en las madrugadas, al mediodía y en las noches.​

​Se levantaba temprano, buscaba el chingue y esperaba el chocar de las campanas. Apenas el sonido se hacía presente, corría a ganarse un puesto entre la fila que llevaba a la ducha. Desayunaba y se iba a clase. Presentaba sus trabajos, cumplía con las obligaciones, tareas y exámenes, pero no participaba mucho. Seguía pensando que estaba en desventaja. Que no era tan inteligente como las demás.

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Las mujeres Arhuacas dicen que al tejer van amarrando sus pensamientos, puntada a puntada, nudo a nudo.​

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Tiempo después, Lesly Angarita, profesora de su curso, la felicitó por ser la mejor de la clase.​

​– Creo que eso me tiene disparada desde ese momento, dice sonriendo.​

​El impulso fue largo. Tanto que llegó al barrio Vitelma, en el sur de Bogotá, un par de años después. Lo hizo para terminar el bachillerato. Mientras, en la Sierra, su madre tejía mochilas para que vendiera y se pudiera sostener en una ciudad que no sabe de silencios. Su madre, lo hacía –y todavía lo hace a sus 92 años– siguiendo las tradiciones de su pueblo.​

En ese barrio que queda “un poquito por allá, pegadito a las montañas”, como dice Aurora, llegó a una casa que habían adaptado para responder a las necesidades de los jóvenes indígenas que iban a terminar sus estudios. El sueño duró tres meses, pues al cuarto la comida comenzó a escasear, dejaron de pagar los servicios, la situación se tornó en un “sálvese quien pueda” en el que muchos decidieron regresar a sus comunidades ante la falta de garantías. Aurora no. El camino respondía a algo más grande que ella. Tres. Cuatro. Necesitaba terminar de estudiar para regresar y ayudar a su comunidad. Derecha primero. Izquierda después.

Se desmayaba en el colegio por el hambre
y se escondía en los baños para evitar ver
comer a las demás estudiantes.

Seguía yendo al Colegio Nacional Clemencia Caicedo. Aurora hacía todo lo posible para cumplir con sus deberes mientras vendía mochilas e intentaba sobrevivir. Era una joven tímida, relacionarse le resultaba difícil. Se desmayaba en el colegio por el hambre y se escondía en los baños para evitar ver comer a las demás estudiantes. Recuerda con precisión quirúrgica, como quien debe encontrar una fisura diminuta sobre un hueso largo, el instante en el que fue a la tienda “Los Suegros” y cambió su última mochila.​

​– Le dije al señor: yo le dejo esta mochila para que me cambie por una leche y unos panes.​

​En esa época, una de sus compañeras de colegio se interesó en el porqué de sus desmayos. Luego de​

varios intentos por ayudarla, Gloria Páez le comentó a su madre la situación de su amiga. Poco después la adoptaron. A Aurora la recibieron con un almuerzo gigante, desproporcionado.​

​En casa ayudaba con las tareas domésticas; lavaba, hacía aseo, viruteaba, se encargaba de los platos o lo que fuera que hiciera falta. Alternando entre las labores y el estudio, Aurora se enamoró del hermano de su amiga, quien les ayudaba a estudiar cálculo. Terminó el bachillerato, siguió estudiando y el amor se presentó como una cita inaplazable. Hizo una licenciatura en Biología Química en la Universidad Incca y su tesis de grado en Estudios Etnobotánicos de las regiones Yewrwa, Nabusmimake y Donachui. Todavía guarda el sueño de hacer un jardín botánico con el que pueda perdurar ese conocimiento ancestral.​

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Aurora salió de su comunidad en 1972. Siempre tuvo en mente mejorar la calidad de vida de su gente.​

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Tiempo después, Lesly Angarita, profesora de su curso, la felicitó por ser la mejor de la clase.​

​– Creo que eso me tiene disparada desde ese momento, dice sonriendo.​

​El impulso fue largo. Tanto que llegó al barrio Vitelma, en el sur de Bogotá, un par de años después. Lo hizo para terminar el bachillerato. Mientras, en la Sierra, su madre tejía mochilas para que vendiera y se pudiera sostener en una ciudad que no sabe de silencios. Su madre, lo hacía –y todavía lo hace a sus 92 años– siguiendo las tradiciones de su pueblo.

En ese barrio que queda “un poquito por allá, pegadito a las montañas”, como dice Aurora, llegó a una casa que habían adaptado para responder a las necesidades de los jóvenes indígenas que iban a terminar sus estudios. El sueño duró tres meses, pues al cuarto la comida comenzó a escasear, dejaron de pagar los servicios, la situación se tornó en un “sálvese quien pueda” en el que muchos decidieron regresar a sus comunidades ante la falta de garantías. Aurora no. El camino respondía a algo más grande que ella. Tres. Cuatro. Necesitaba terminar de estudiar para regresar y ayudar a su comunidad. Derecha primero. Izquierda después.

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Jorge, Diaringwmu en arhuaco, el primer hijo de Aurora.​

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Seguía yendo al Colegio Nacional Clemencia Caicedo. Aurora hacía todo lo posible para cumplir con sus deberes mientras vendía mochilas e intentaba sobrevivir. Era una joven tímida, relacionarse le resultaba difícil. Se desmayaba en el colegio por el hambre y se escondía en los baños para evitar ver comer a las demás estudiantes. Recuerda con precisión quirúrgica, como quien debe encontrar una fisura diminuta sobre un hueso largo, el instante en el que fue a la tienda “Los Suegros” y cambió su última mochila.

– Le dije al señor: yo le dejo esta mochila para que me cambie por una leche y unos panes.​

​En esa época, una de sus compañeras de colegio se interesó en el porqué de sus desmayos. Luego de varios intentos por ayudarla, Gloria Páez le comentó a su madre la situación de su amiga. Poco después la adoptaron. A Aurora la recibieron con un almuerzo gigante, desproporcionado.

Una vez llevó una mula con diez sacos de café a la Federación Colombiana
de Cafeteros por la entrada de las básculas para tractomulas y hoy exporta
a quince países como Japón, Suecia, Finlandia, Estados Unidos y Noruega.

En casa ayudaba con las tareas domésticas; lavaba, hacía aseo, viruteaba, se encargaba de los platos o lo que fuera que hiciera falta. Alternando entre las labores y el estudio, Aurora se enamoró del hermano de su amiga, quien les ayudaba a estudiar cálculo. Terminó el bachillerato, siguió estudiando y el amor se presentó como una cita inaplazable. Hizo una licenciatura en Biología Química en la Universidad Incca y su tesis de grado en Estudios Etnobotánicos de las regiones Yewrwa, Nabusmimake y Donachui. Todavía guarda el sueño de hacer un jardín botánico con el que pueda perdurar ese conocimiento ancestral.​

Una vez su relación se oficializó, la vida de Aurora dio otro giro. A pesar de que extrañaba a la Sierra y a su gente, estaba embarazada de su primer hijo: Jorge, Diaringwmu en arhuaco, y debía quedarse en la capital. Sin embargo, cada paso en la vida de esta mujer arhuaca cumple un propósito. Cinco. Seis. Su hijo era su motivo. Todas las noches le decía que él era el apoyo que necesitaba, que iba a tener mucho amor y que iba a estudiar mucho. Derecha con derecha. Izquierda con izquierda. Se lo susurraba, escribía y transmitía en cada oportunidad. Lo hacía bajo la luz de la luna, con el sentir de sus ancestros en la sangre.

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Hombres pesando café.​

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Sin embargo, no sería sino hasta que tuvo a su segundo hijo, Juan Sebastián, Gunkuakun en arhuaco, –entre los afanes que trae la juventud como la financiación, el amor, el acceso a buena educación y los amigos– que regresó a la Sierra. Para entonces había terminado de estudiar Agronomía en la Universidad Nacional de Colombia y allí, de su trabajo de grado, nació la primera versión de Anei –significa en arhuaco delicioso–: empresa que exporta más de 30.000 sacos de café provenientes de la Sierra Nevada y la Serranía del Perijá.​

​Si Aurora piensa en una canción la primera que viene a su mente es Hasta la raíz, de Natalia Lafourcade. Le​

encantan los fríjoles con arepa. Viajó hasta Ruanda por más de veinte horas. Uno de los momentos más felices de su vida fue cuando se enteró de que estaba embarazada. Su color favorito es el rojo de los granos de café maduros. Prefiere la aguapanela con limón sobre las demás bebidas. Se levanta con el amanecer, hace una oración a sus ancestros y lo comparte con su familia por WhatsApp. Una vez llevó una mula con diez sacos de café a la Federación Colombiana de Cafeteros por la entrada de las básculas para tractomulas y hoy exporta a quince países como Japón, Suecia, Finlandia, Estados Unidos y Noruega.​

Discutió con su comunidad el porqué del proyecto, el cómo, el dónde y el
cuándo comenzar no solo a sembrar café, sino a hacerlo honrando las
tradiciones de sus ancestros; respetando la tierra, equilibrando los
suelos, cuidando el agua, utilizando insumos orgánicos que
garantizan la calidad, trazabilidad y valor de cada grano.

Todo esto lo cuenta sentada en uno de los puntos más altos de Nabusímake, la capital arhuaca de la Sierra, con una sonrisa que va y viene como el viento. Lo hace con una mueca constante, achinando y entrecerrando los ojos cada vez que sonríe. Aurora repasa las historias del pasado como quien recoge una hilaza regada en el suelo. Entre las anécdotas asoma un atisbo de la niña tímida que alguna vez fue, pero ya no hay miedo en su hablar. Sus palabras se tejen en espiral, repasando y conectando cada paso que ha dado para construir un relato que extiende sobre sí mismo.​

​Lo cierto es que Anei, aquel sueño que nació de una tesis de grado, se convirtió en su vida y una parte muy

importante de la comunidad. Aurora volvió a la Sierra con la intención de construir algo, un noséqué que tenía atravesado en la garganta. Discutió con su comunidad el porqué del proyecto, el cómo, el dónde y el cuándo comenzar no solo a sembrar café, sino a hacerlo honrando las tradiciones de sus ancestros; respetando la tierra, equilibrando los suelos, cuidando el agua, utilizando insumos orgánicos que garantizan la calidad, trazabilidad y valor de cada grano.​

​Luego de concertar y llegar a acuerdos con los líderes espirituales y las autoridades, la comunidad arhuaca accedió. Era 1995 y Aurora estaba convencida, a pesar de no tener experiencia, de que ese era el camino que debía seguir.​

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Ana recogiendo café​

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Todos trabajaban, primero con los semilleros, luego preparando la tierra, sembrando, construyendo viveros, haciendo la inversión necesaria para después cosechar. El negocio se fue dando. Anei pudo comenzar a comprarle el café a todos los indígenas de la Sierra –arhuacos, koguis, wiwas y kankuamos– y campesinos de la región a precios competitivos y justos en las 61 veredas –de seis municipios– en las que tienen presencia. Obtuvieron su primera certificación orgánica en 1998. Hoy ya son tres, sumando a la primera las de precio justo y SPP.​

​Anei ha certificado a tres indígenas arhuacos –Bunchanawin Izquierdo, Juan José Zuriaga y Ati Seygundiwa– como catadores Q grader, 

máximo reconocimiento internacional para un catador, y siguen trabajando para que sean más.​

​La fuerza de la Sierra yace en el grupo. Para Jorge Diaringwmu, hijo mayor de Aurora y miembro activo de Anei, además de fuerza, es una fortuna poder compartir constantemente con sus cuarenta tíos, abuelos y bisabuelos –como la abuela de Aurora: Aty Zerewia, o su bisabuela: Gunnawia o Florentina Chaparro, quien fue raptada por los misioneros capuchinos cerca de los nevados Manankana, cuando tenía nueve años.​

​- Para nosotros Yewrwa y la Sierra es una gran comunidad, dice mientras mambea ayu en una mañana despejada.

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Ahí es donde apareció Bancolombia, la entidad bancaria que puso a disposición
de Anei un grupo de asesores que se interesaron realmente en el proyecto y
llegaron hasta la Sierra, o a los pueblos aledaños, a lomo de mula, para
trabajar directamente con los caficultores.​

El mundo que vuelve a crearse cada mañana del que habla Mary Oliver se extiende por los bordes asimétricos de la montaña. Las naranjas del sol / las amontonadas cenizas de la noche. Una ventolera que arrastra el olor a café recién preparado y acompasa el relato de Jorge Diaringwmu, que continúa:​

​– Al final hay un proyecto a largo plazo y una visión que ha sido regalada por la familia de Anei. En general se trata de cómo podemos mejorar la calidad de vida de las personas y ser conscientes de que en esta gran casa al final es un ratico, entonces: ¿qué podemos aportar?​

​Lejos de los números, la rentabilidad o las utilidades empresariales –pero sin descuidarlos–, Anei enfocó sus afanes en los propios de una comunidad arhuaca; el cuidado de la tierra, los pagos justos y​

oportunos a todos los colaboradores de la Sierra que impulsan una mejor calidad de vida, la educación para mejorar la calidad del producto, la responsabilidad que conlleva ayudar a construir y mejorar la comunidad, la soberanía alimentaria y el fortalecimiento de su cultura.​

​Sin embargo, producto del propio peso de su éxito, Anei vio cómo su capacidad de prestarle dinero a los productores para que mejoraran las condiciones en las que vivían y, por ende, trabajaban, se vio sobrepasada por el volumen de demanda. Ahí es donde apareció Bancolombia, la entidad bancaria que puso a disposición de Anei un grupo de asesores que se interesaron realmente en el proyecto y llegaron hasta la Sierra, o a los pueblos aledaños, a lomo de mula, para trabajar directamente con los caficultores.

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Aurora y el asesor de Bancolombia conversan frente a bultos de café.​

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– Se trata de tener confianza, construir confianza. Nos hemos sentido a gusto, en casa. La conversación, las personas, la relación con el banco nos ha permitido crecer de la mano. Es decir, ellos también han llegado, han hecho todos los procesos, han entendido la cultura. No fue simplemente firmar un papel, dice Jorge Diaringwmu.​

​Y el cambio fue evidente, para José Ferney Puentes, un campesino de 46 años oriundo de Pueblo Bello que heredó el oficio cafetero de su padre, las condiciones de trabajo han mejorado considerablemente. Confiesa que cultivar café no es barato. Se necesita de una inversión inicial importante para lograr avanzar. 

Antes de tener acceso a un crédito no sabía si iba a llegar a la siguiente cosecha, no vendía el café al precio que quería, sino al que se lo pagaran.​

​Así como Ferney, son más de 800 familias las que hoy trabajan de alguna manera con Anei. Ya no solo exportan café, sino que también incluyeron el cacao y la miel en su línea de negocio.​

​El sueño de Aurora sigue creciendo. Su nieta, a quien todos llaman Arun –por Arun Aty–, estudia inglés para hablar con los clientes que visitan Jingaka, el hogar de la familia de su familia y en donde sus ancestros comenzaron todo.  ​

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Arun Any, nieta de Aurora, aprende inglés para atender a los clientes.​

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En la Sierra no se corre. No se hace incluso si el ritmo de trabajo aumenta frenéticamente y la comunidad debe acudir al rescate. No se corre porque no vale la pena. Siete. Ocho. Mientras que el fuego esté encendido, los poporos listos, las mochilas cargadas y la comunidad unida, no hay nada que no pueda esperar el tiempo necesario para ser resuelto. Evitar el afán. Primero derecha y después izquierda. Así como Aurora, las nuevas generaciones enfrentan el miedo y siguen

adelante, sobre todo porque cada vez hay más ejemplos de que el proceso paga. Es por eso que ahora, empotrada entre la montaña, está Anei, un recordatorio para toda la comunidad y el país de que se pueden hacer las cosas diferentes, que no se debe pasar por encima de nadie para ser exitoso, basta con tener un propósito, resistir el dolor, y confiar en que cada paso lleva al lugar en el que se debe estar. Nueve. Diez.​

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